¿Cuál es el futuro del ser humano? En este ensayo (o reflexión, si lo preferís así) repaso nuestra historia y nuestro futuro. Vivimos momentos muy delicados, por motivos muy diferentes en cada rincón del mundo. ¿Qué podemos esperar de nosotros mismos en el futuro?…

Una historia con un origen muy antiguo

Esta historia comenzó mucho antes del nacimiento del ser humano, del nacimiento del Sistema Solar, el Sol o la Tierra. Antes, incluso, que el nacimiento de la mismísima Vía Láctea. Comenzó hace 13.800 millones de años, con el nacimiento del universo. Porque su nacimiento fue, también, el nuestro. Para que la vida surgiese, primero era necesario que fuese el propio cosmos el que naciese. Tuvieron que pasar unos doscientos millones de años hasta que llegó el nacimiento de las primeras estrellas.

Fueron astros muy masivos y breves, a las que conocemos como estrellas de población III. Sus vidas terminaban en violentas explosiones, esparciendo sus elementos por el cosmos, listos para formar parte de nuevos astros. Si hubiese habido un biógrafo del universo, sospecho que poco podría haber imaginado, en aquel tiempo tan remoto, que aquella galaxia espiral, indistinguible de tantas otras, podía tener algún tipo de valor especial en la inmensidad del océano cósmico.

Nuestra galaxia nació, creció y maduró… hasta que un día, hace unos 4.600 millones de años, se formó una enana amarilla. Una estrella normal y corriente, perdida en una inmensidad de astros como ese. Una sucesora de las sucesoras de aquellas viejas estrellas que, una vez, iluminaron el universo. El Sistema Solar podría parecer, a simple vista, uno más de la multitud de la galaxia. Una simple colección de planetas alrededor de una estrella, como tantos otros que podemos observar.

La asombrosa canica azul del universo

Entre esos mundos, formados con los mismos elementos que, en el pasado, estuvieron en el interior de estrellas ya muertas, estaba un pequeño y joven planeta. Una suerte de canica azul, muy diferente al resto de mundos que giraban alrededor del Sol. Un pequeño rincón perdido en una galaxia cualquiera del universo observable. Formada hace unos 4.600 millones de años… Ese escriba del que hablaba anteriormente, sospecho, poco podría haber imaginado que aquel planeta recién formado sería tan especial.

En los jóvenes océanos de esa pequeña canica azul, sucedió algo asombroso. Los elementos de aquellas viejas estrellas cobraron vida. Muchas de las formas de vida que una vez vagaron por este planeta están ahora extintas. Sucumbieron en extinciones masivas. El impacto de un asteroide, hace 65 millones de años, puso fin al reinado de los dinosaurios. Los reyes de la Tierra durante eones. Si las cosas hubieran sido diferentes, serían otras criaturas las que, ahora, en nuestro lugar, se harían preguntas sobre sus orígenes.

Pero no fue así. Tras los dinosaurios, llegaron los homínidos. Nuestros antepasados. A diferencia de los primates, caminaban a dos patas. Nuestros ancestros, con las manos liberadas, podían experimentar y sentir. Comenzaron a hablar. Se hicieron cada vez más inteligentes. Me pregunto si, por las noches, algunos observaban el firmamento, preguntándose cuál sería el significado de aquellos puntos de luz. Pero, aunque pueda ser tentador ver a nuestros antepasados como criaturas frágiles y asustadizas, hicieron lo más difícil: sobrevivir.

Las primeras civilizaciones

Mucho tiempo después, llegaron las primeras civilizaciones. Aquí comenzamos a ver muchos paralelismos con el mundo presente. Eran curiosos pero también temerosos. Se hacían preguntas, e intentaban encontrar respuestas dentro de lo limitado de su conocimiento. En la Tierra había sucedido algo fascinante. Aquellos elementos, de estrellas que habían muerto tiempo atrás, habían cobrado conciencia. Es como si, de repente, el cosmos tuviese la habilidad de hacerse preguntas a sí mismo. ¿De dónde vengo? ¿a dónde voy? ¿por qué estoy aquí?

Como decía Carl Sagan, somos una forma de que el cosmos pueda conocerse a sí mismo. Venimos de él. Somos material de estrellas. Las antiguas civilizaciones realizaron grandes descubrimientos. Los egipcios observaron la relación entre la estrella Sirio y el río Nilo. Comprendieron que la aparición de Sirio, cada 21 de junio, marcaba la llegada de la época de crecidas del Nilo. Algo esencial para su agricultura y, por extensión, para que dejásemos de ser una especie nómada.

En todas las civilizaciones encontramos un mismo patrón. Las mismas preguntas que, a buen seguro, se hicieron los primeros humanos. De una manera u otra, todas intentaron dar respuesta a nuestros orígenes. Al nacimiento del mundo, a nuestro destino. A nuestro papel aquí. Los mitos de la creación son abundantes en nuestro pasado, pero, al margen de sus interpretaciones, nos recuerdan algo: somos curiosos.

Un pueblo de cazadores y exploradores

¿Cuál será el futuro del ser humano?

Ese pixel, en el círculo, es la Tierra, fotografiada por la sonda Voyager.
Crédito: NASA

Es lo que define a nuestra especie. Desde nuestros inicios, como cazadores y exploradores, no hemos dejado de hacernos preguntas. Pero también somos una especie joven y primitiva; salvaje, enzarzados en constantes batallas a lo largo de la historia. El odio y la rivalidad es, también, una parte indivisible de nuestro ser. Una parte que, también, nos hace únicos, para mal. Fíjate en la foto que acompaña a este párrafo. La Tierra es sólo un píxel en ella. Un recordatorio de la fragilidad de nuestro mundo, y de su significado.

Un píxel en el que, como decía Carl Sagan en su famoso relato, un punto azul pálido, hemos cometido muchas atrocidades para con nosotros. En este píxel hemos luchado para que, por una fracción de segundo en la vida del cosmos, presumamos de ser sus dueños. Qué ridiculez. En este píxel han vivido todos los seres humanos que han existido. Nobles y pobres, campesinos y señores feudales, asesinos y científicos…

A pesar de nuestras imperfecciones, a pesar de los defectos que acompañan a nuestras virtudes, hemos sobrevivido hasta el presente. Nuestra especie ha seguido avanzando. Haciéndose preguntas y encontrando respuestas hasta para algunas de las grandes preguntas. Vivimos en tiempos complicados. La juventud del siglo XXI no ha traído los grandes avances que soñaban nuestros abuelos y padres. Seguimos enzarzados en las viejas rencillas de siempre. Seguimos siendo criaturas extrañamente deseosas por matarnos unos a otros.

Una época de sentimientos encontrados

Hemos realizado los logros más asombrosos que podríamos imaginar, y sin embargo, en esta era del conocimiento, dudamos de nosotros. Nuestra tecnología crece a un ritmo muy superior al de nuestra sabiduría. Mientras nuestra sociedad se acomodaba en las grandes ciudades… Dejamos que los charlatanes y los ignorantes se hiciesen con los mandos. Como, si no, podría dudarse de que la Tierra es redonda. ¿Qué dice de nosotros como sociedad que sepamos más de los grandes asesinos de nuestra historia que de nuestras mentes más brillantes?

¿Dónde nos deja no saber quienes fueron nuestros grandes genios? ¿Por qué ese empeño en recordar al asesino y no al genio? Tenemos a nuestro alcance tecnología que era inimaginable hace sólo unas décadas. Estamos dando nuestros primeros pasos en el espacio. Sin embargo, parecemos empeñados en dejar el destino del mundo en manos de aquellos a los que sólo les importa la fracción de un píxel. Es como si nos sintiésemos extrañamente atraídos por vivir en el borde del abismo. Hemos hecho de nuestra sociedad un entretenimiento.

¿Dónde quedó la curiosidad de nuestra especie? Nacemos como criaturas curiosas, con miles de preguntas. Pero esta sociedad la aplasta. Aunque podemos pensar que somos mucho más avanzados que los antiguos egipcios, o que los griegos y romanos, no hemos cambiado mucho. El mayor peligro para nuestra especie no es el impacto de un asteroide. Ni un supervolcán o una plaga asesina. Somos nosotros mismos.

Motivos para la esperanza

De cuando en cuando, nuestra sociedad también nos recuerda que, como antaño, no solo somos capaces de lo peor. También somos capaces de lo mejor. Sigue habiendo grandes mentes en nuestra sociedad. Personas que, de algún modo, no han perdido esa curiosidad innata en todos nosotros. Por cada destructor de mundos que aparece en nuestro planeta. También aparece una persona dispuesta a tratar al resto como iguales.

Por cada charlatán e ignorante, aparece alguien que quiere dar respuestas y no dejar de hacerse preguntas sobre el cosmos y nosotros. Pero, si no recordamos quiénes somos como sociedad, estamos abocados al fracaso. ¿De qué sirve celebrar los triunfos de nuestras estrellas si, mientras tanto, dejamos que el mundo a nuestro alrededor se desmorone, como si no fuese con nosotros? ¿Nos contentamos con eso?

De algún modo, parece que ha calado la idea de que tenemos que vivir nuestra existencia. Y solo la nuestra. Los problemas del mañana… Serán de los que vengan mañana. Si estamos aquí es, precisamente, por que nuestra especie nunca ha dejado de hacerse preguntas y explorar. Una frase de Carl Sagan sigue teniendo gran vigencia: «vivimos en una sociedad exquisitamente dependiente de la ciencia y la tecnología en la que prácticamente nadie sabe mucho de ciencia y tecnología». Como si quisiésemos deshacer el camino de nuestros antepasados.

Los hombros de los gigantes

Isaac Newton dijo en una carta a Robert Hooke, en 1676: “Si he visto más lejos, es porque estoy sentado sobre los hombros de gigantes”. Nosotros, en su lugar, parecemos querer derribar a esos gigantes. Como si, de repente, ya no nos hiciésemos preguntas sobre el cosmos. Con este panorama… ¿qué futuro podría esperarnos? Poco a poco, nuestra especie intenta convertirse en una civilización espacial. Hemos puesto una estación espacial en órbita. Tenemos pensado llegar a Marte en las próximas décadas. Pero, ¿de qué servirá?

Podemos lanzarnos en brazos de la ignorancia y la charlatanería, o abandonarnos al conflicto, a las divisiones y al odio. Podemos lanzarnos a los brazos de la desesperación y pensar que el cambio climático es imparable. Que nuestra extinción es inevitable. Pero sólo será inevitable porque nosotros lo decidamos así. Somos una especie joven, primitiva y aun salvaje. Pero también somos adaptables. Esta pequeña canica azul es nuestro único hogar. Podemos visitar otros mundos, pero todavía no podemos colonizarlos. No estamos preparados. Aún no.

El futuro del ser humano

A pesar de la desesperación, de los conflictos, de la charlatanería… hemos demostrado que seguimos conservando algo de curiosidad. Porque somos muy buenos a la hora de enfrentarnos unos contra otros, pero también lo somos en el trabajo en equipo para ir más lejos. ¿Qué futuro le espera a nuestra especie? La respuesta no la tiene ningún intelectual. Ni está perdida en las estrellas. La tenemos nosotros. Si logramos trabajar juntos, si dejamos de lado esas rencillas, habremos evolucionado.

La Tierra no será nuestro hogar para siempre. No si queremos que el ser humano tenga un destino diferente al de los dinosaurios. No si queremos que otros vengan después de nosotros. Tenemos un largo y prometedor camino por delante. Somos exploradores. Somos curiosos. Hemos descubierto nuestro mundo. De todos depende que nuestra sociedad siga avanzando. Está en nuestras manos hacer que las batallas por un píxel caigan en el olvido.

Eso nos hará mejores. Nos hará evolucionar. Hará que seamos una especie diferente. Más fuerte, más comprensiva. Más inteligente. Un día, si no nos extinguimos antes porque decidamos no subir a hombros de nuestros gigantes, colonizaremos otros mundos. Nuestros primeros descendientes quizá vivan en colonias orbitales, desde las que observar la fragilidad de la Tierra.Con el tiempo, sus descendientes colonizarán otros mundos y estrellas. El ser humano será una especie interestelar. Quizá una de muchas.

Nuestros descendientes remotos

En la comodidad de sus mundos, quizá levanten la vista al cielo, igual que hacían nuestros antepasados. Con una diferencia. No lo harán preguntándose cuáles son sus orígenes. En su lugar, lo harán buscando ese punto azul que, una vez, fue nuestro único hogar. Contarán historias de la Tierra. Nuestros conflictos y nuestros logros. Nuestros errores y nuestros aciertos. Nuestra historia, su historia. Quizá, en toda la vastedad de la Vía Láctea, nuestros descendientes se encuentren a otras criaturas inteligentes. Con sus propios orígenes.

Esos humanos podrán hablar de nuestros complicados inicios. De nuestra complicada juventud. Cuando vivíamos en un único mundo. De cómo estábamos amenazados por la fragilidad de nuestro mundo. No solo por un posible cataclismo cósmico, si no por nuestra propia mano. Para otras criaturas, la canica azul será un planeta más; con un valor anecdótico. El hogar de una especie interestelar, entre tantas otras.

Para nuestros descendientes, sin embargo, será un lugar al que mirar cuando necesiten inspiración. Si nosotros, con nuestras limitaciones, pudimos perseverar contra todo, ¿qué no podrán hacer ellos? Comprenderán nuestras dificultades. Seguramente perdonarán nuestros errores. Éramos jóvenes e inexpertos pero pusimos nuestro granito de arena por la supervivencia de la especie, de nuestros hijos, de nuestros nietos. Se lo debemos. No solo a ellos, también a los que vendrán después. También a los que llegaron antes que nosotros, a los que ya no están y también se lo debemos al cosmos. A las primeras estrellas que iluminaron el universo. A nuestro sistema solar. Nos lo debemos a nosotros mismos.

La inspiración de este artículo me vino por este vídeo que compartí en mi cuenta de Twitter.