No puedo dejar pasar la oportunidad de hacerme eco de un interesantísimo ensayo que he leído en el blog Centauri Dreams. Es una reflexión sobre el futuro de la Humanidad en el espacio. Especialmente pensando en el futuro lejano, cuando la Tierra ya no sea habitable y nuestra supervivencia sólo se pueda garantizar buscando un nuevo lugar al que podamos llamar hogar…
Dale Tarnowieski
Es probable que el nombre de Dale Tarnowieski no te resulte especialmente familiar. En enero de 2015, se retiró de su puesto como director asistente de comunicaciones con el New York City College of Technology (Instituto de Tecnología de Nueva York), es un veterano periodista y el editor de «Connections», una revista, digital e impresa, del propio instituto. También ha escrito extensivamente para la fundación de esta misma organización.
En el ensayo que viene a continuación (y que reproduciré íntegramente en tres entregas, por su extensión), nos recuerda cuál es el destino del Sol y nos invita a reflexionar sobre cómo encontraremos la forma de desplazarnos a otros lugares del Sistema Solar y, eventualmente, al brazo de Orión de la Vía Láctea, siempre que consigamos superar nuestra infancia tecnológica…
Este ensayo puede ser leído en inglés, de manera íntegra, en el blog Centauri Dreams, en este enlace.
A la caza de un nuevo hogar
La Madre Tierra, nuestro hogar, dulce hogar, no será nuestra casa para siempre. En unos mil millones de años, aproximadamente, el aumento de calor de un Sol en calentamiento constante provocará que la temperatura de nuestro planeta se doble, sus océanos hiervan y se evaporen, y que su superficie terrestre se convierta en arena o se derrita. Suponiendo que todavía estemos por aquí cuando llegue ese momento, tendremos que reubicarnos antes de que suceda.
Mil millones de años es mucho tiempo, así que, ¿por qué tener prisa para poner nuestros pies en el espacio? Una de las respuestas a esa pregunta nos la da el astrofísico Stephen Hawking, que nos advierte de que podríamos tener tan sólo 200 años para establecer asentamientos permanentes en otros mundos y comenzar a extraer materiales del Sistema Solar. Nuestras cifras y el agotamiento de los recursos finitos del planeta están creciendo de forma exponencial, al mismo ritmo que aumenta nuestra capacidad para alterar la biosfera para bien y para mal. En dos siglos, dice Hawking, podríamos acabar con los recursos disponibles en la Tierra, esenciales para nuestra supervivencia, y dañar nuestro entorno de manera irreparable.
Pero, suponiendo que seamos capaces de reaccionar con éxito a estos desafíos más inmediatos, la amenaza a más largo plazo presentada por el calentamiento progresivo de nuestro Sol es una que no podremos evitar. Ya estamos contemplando la posibilidad de utilizar espejos en el espacio para desviar la luz del Sol como una forma de luchar contra el calentamiento global, así como unos dispositivos llamados escudos solares en posiciones de gravedad neutral en el Sistema Tierra-Sol para reducir el aumento de calor de nuestra estrella. Pero esos dispositivos no nos servirán cuando ese calor sea tan intenso que nuestra única opción sea abandonar el planeta.
Ahora en su etapa de madurez, la luminosidad del Sol ha aumentado un 30 por ciento desde su nacimiento hace 4.600 millones de años y aumentará otro 10 por ciento durante los próximos mil millones de años. El radio de un Sol más luminoso se expandirá hasta 200 veces (en comparación a su radio actual) en un período de entre 4.000 y 5.000 millones de años y Mercurio, Venus y, posiblemente, la Tierra y Marte serán evaporizados.
Hay muchas catástrofes naturales o creadas por el hombre que podrían acabar con la mayor parte de, o toda, la vida en la Tierra antes de que el exceso de calor del Sol obligue a la humanidad a reubicarse. Pero suponiendo que no ocurra ninguna catástrofe, ése sólo será el primero de los dos movimientos que tendremos que hacer. Varios miles de millones de años después será necesario abandonar el Sistema Solar por completo mientras nuestro moribundo Sol esté hinchándose.
Retrasando lo inevitable
¿Podemos evitar el abandono de nuestro mundo? En 2001, los investigadores Don Korycansky, de la Universidad de California-Santa Cruz; Gregory Lauhlin, de la NASA; y Fred Adams, de la Universidad de Michigan; sugieren que maniobrando un asteroide de 100 kilómetros de diámetro a una distancia de 16.000 kilómetros por encima de la superficie de la Tierra cada 6.000 años, podríamos alejar a nuestro planeta, lentamente, de un Sol más luminoso. Pero una colisión de nuestro planeta contra un objeto de ese tamaño sólo tendría que suceder una vez para resultar catastrófico.
Cuando se acabe nuestro tiempo en la Tierra, los afortunados entre nosotros se unirán a aquellos que ya estén viviendo en asentamientos orbitales alrededor de planetas más distantes (o sus satélites). El hilo de pensamiento actual nos hace imaginar a seres humanos reubicándose en gigantescos hábitats especiales llamados colonias espaciales o en asentamientos, abiertos o cerrados, en Marte; los asentamientos abiertos dependerán de nuestra capacidad de terraformación, o modificación medioambiental, de la biosfera de lo que hoy en día es un planeta helado y desierto.
Ninguno de los otros planetas en el Sistema Solar es remotamente habitable. Más cerca del Sol, las temperaturas de Mercurio, casi carente de atmósfera, varían entre los -173ºC de la noche a los 427ºC del día. Esa temperatura diurna es suficientemente alta para derretir plomo. Venus es incluso más cálido y tiene una de las atmósferas más mortíferas del Sistema Solar. A más distancia del Sol que la Tierra, la delgada atmósfera de Marte está compuesta, principalmente, de dióxido de carbono, y la débil gravedad del planeta plantea problemas con respecto a la retención retención de gases atmosféricos. Los cuatro planetas gigantes más distantes: Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, tienen núcleos relativamente pequeños y densos, rodeados de enormes capas de gas. Júpiter y Saturno tienen atmósferas muy densas, compuestas principalmente de hidrógeno y helio, mientras que Urano es un mundo de hielo líquido y Neptuno es el hogar de vientos diez veces más intensos que los huracanes más potentes que hemos visto en la Tierra.
Hay propuestas para colonizar todos estos mundos, incluyendo una que propone la construcción de una superficie artificial, junto a su propia biosfera que dé soporte a la vida, sobre la atmósfera de Júpiter. Pero entre estas propuestas, la de terraformar Marte parece la más factible si nos basamos en la tecnología actual y la que esperamos tener en el futuro más cercano.
Formación y destino del Sistema Solar
Todas las estrellas nacen y mueren, y nuestro Sol es una enana amarilla ordinaria nacida en una nube molecular de polvo y gas llamado nebulosa. Compuesta principalmente de hidrógeno, las partes más densas de la nebulosa sufrieron el colapso gravitacional y se comprimieron para formar un glóbulo, o una bola giratoria de gas extremadamente caliente, que después comenzó a enfriarse como resultado de su emisión de radiación.
A medida que el colapso avanzaba y los átomos de hidrógeno se acercaban más y más, la temperatura y presión dentro de esa bola masiva aumentaba tremendamente a medida que lo hacía su ritmo de rotación. Este aumento en la velocidad de rotación también aumentaba la intensidad de la fuerza centrífuga, causando que la bola formase un disco estelar de material que se extendía hacia el espacio. Ese material, eventualmente, se unió a través de la acreción en cuatro planetas rocosos interiores y cuatro planetas gaseosos exteriores, y otros objetos que tienen su hogar en el Sistema Solar.
Los cuatro planetas interiores: Mercurio, Venus, Marte y la Tierra, son los mundos terrestres, que son cuerpos sólidos más pequeños, formados por rocas y metales con atmósferas de diferentes densidades, que fueron modificados en gran medida en su infancia por la luz y el viento solar. El motivo por el que los cuatro gigantes de hielo o gas son mucho más grandes es que su mayor distancia al Sol preservaba, en parte, sus densas atmósferas primitivas que se condensaron de la nebulosa solar.
Cuando, durante la formación del Sol, la temperatura de su núcleo alcanzó 15 millones de grados Celsius, comenzó un proceso llamado fusión nuclear, alimentado por la colisión y enlace de los núcleos de átomos de hidrógeno y su conversión, por medio del intenso calor producido, en átomos de helio, el segundo elemento más simple y ligero de todos. Esta conversión creaba una potente fuerza externa de presión de radiación que, eventualmente, contrarrestó la fuerza del colapso gravitacional hacia el interior de la estrella.
Pero, a medida que el Sol envejezca, llegará un momento en el que la fusión nuclear se detendrá temporalmente, a medida que nuestra estrella comienza a agotar su fuente de hidrógeno y aumenta su cantidad de helio. Este parón temporal de la fusión nuclear eliminará, brevemente, la existencia de esa presión hacia el exterior, y hará que las capas exteriores del Sol se precipiten contra el núcleo. Este colapso aumentará la presión del núcleo enormemente, y su temperatura, reiniciando la fusión del hidrógeno que quede, y comenzando la fusión de su considerable acumulación de helio. El quemado de helio producirá grandes cantidades de carbono, que actualizará como catlizador para aumentar, miles de veces, el ritmo de fusión de los restos de hidrógeno que queden en el Sol.
Las temperaturas considerablemente aumentadas, producidas en este proceso de fusión más intenso, generarán una fuerza de presión exterior aun más potente, y el Sol comenzará a hincharse enormemente mientras empuja sus capas exteriores hacia el espacio. El movimiento de estas capas lejos del núcleo provocará que se enfríen gradualmente. Con menos calor, tendrán una apariencia menos amarilla y más rojiza, a medida que el Sol se transforma en una gigante roja. Nuestra estrella se volverá cada vez más inestable y liberará enormes y violentas ráfagas de material y calor solar. A causa de la correspondiente reducción de masa, la influencia gravitacional del Sol se debilitará y las órbitas de los planetas exteriores, y otros objetos que se liberen de la incineración, cambiará.
Tras, eventualmente, agotar todo su combustible nuclear, el Sol se tranformará en una enana blanca con un tamaño similar al de la Tierra. La teoría dice que pasará mucho tiempo hasta que el Sol se convierta en una estrella invisible y muerta, una enana negra. Pero el tiempo necesario para que una enana blanca llegue a esa fase se calcula que es superior a la edad actual del universo y que, por tanto, todavía no existe ninguna enana negra…
La segunda parte de este artículo puede encontrarse aquí.
Fuente: Centauri Dreams