Hagamos un pequeño ejercicio de imaginación. Por un lado, imaginemos dos planetas orbitando alrededor de una estrella como el Sol. Tan cerca entre sí que cada cierto tiempo la distancia que les separa es mínima. Después, nos imaginaremos que hay dos planetas vecinos, cada uno con su propia civilización indígena. Su relación a lo largo de la historia es o de compañerismo, o de una rivalidad muy enconada. En ciencia ficción es un escenario familiar pero… ¿podría pasar en la realidad?

Un estudio científico

¿Cómo se comportarían dos civilizaciones vecinas? Crédito: Tom/Flickr

¿Cómo se comportarían dos civilizaciones vecinas?
Crédito: Tom/Flickr

Puede parecer un planteamiento extraño si tenemos en cuenta que ni siquiera hemos encontrado vida en otros planetas, pero ni mucho menos estamos hablando de escenarios imposibles. Cada día descubrimos más y más exoplanetas y ahora un estudio científico, que será publicado en el Astrophysical Journal explora cómo serían las condiciones que podrían afectar a la vida en un sistema estelar con dos planetas habitables.

La fuente de inspiración de los astrónomos ha sido el descubrimiento de los planetas Kepler-36b y Kepler-36c, que son los dos planetas conocidos alrededor de la estrella Kepler-36 (una estrella subgigante amarilla de tipo G a 1.530 años-luz de distancia de nuestro planeta). La distancia orbital de los dos planetas sólo se diferencia en un 10%, así que están extremadamente cerca el uno del otro. De hecho, tienen una resonancia orbital de 7:6. El planeta más cercano completa siete vueltas alrededor de la estrella en el tiempo que el más alejado hace seis. Es decir, cada seis o siete años (según en qué planeta vivieses), el planeta vecino pasa cerca.

La cosa va tan en serio que los investigadores se han preguntado si esos pasos cercanos podrían afectar la inclinación del eje de cualquiera de los dos planetas. Es una pregunta importante porque, al menos por lo que sabemos hoy en día, si la inclinación del eje puede variar de manera pronunciada, el clima variaría de manera drástica. No sería un impedimento para la vida microbial, pero podría dificultar en gran medida la aparición de vida compleja (al menos tal y como la conocemos en nuestro planeta) y hacer muy complicado que cualquier tipo de vida inteligente, que pudiese evolucionar, llegase a crear una civilización.

Un caso hipotético

Una luna extrasolar que fuese habitable nos plantearía una pregunta incógnita quizá incluso más interesante... Crédito: CBC11/Wikipedia

Una luna extrasolar que fuese habitable nos plantearía una pregunta incógnita quizá incluso más interesante…
Crédito: CBC11/Wikipedia

Tanto Kepler-36b como Kepler-36c están demasiado cerca de su estrella. Tienen una temperatura en superficie de unos 1000ºC y parece muy poco probable que pueda existir vida en su superficie. Así que vamos a necesitar imaginarnos un escenario diferente. En el caso de este estudio, se imaginaron un par de planetas, como la Tierra, que tuviesen una resonancia 3:2 y que estuviesen dentro de la zona habitable de su estrella. De esta manera estaríamos hablando de dos planetas con agua líquida en sus superficies.

Resulta que, por los datos del estudio, en este caso la variación del eje no se vería afectado por la cercanía entre ambos planetas. Así que si hubiese vida en uno de ellos habría que determinar si es posible que se extendiese al otro. Sabemos que hay ciertos tipos de microbios que pueden sobrevivir al choque de un impacto que les enviase fuera del planeta, les hiciese estar años en el espacio, y después cayesen a la superficie de otro mundo. En 1990 se hizo un experimento así y sobrevivieron el 30% de las bacterias que se encontraban en los cristales de sal.

Ya he hablado en alguna ocasión de este método para extender la vida de un mundo a otro. Lo conocemos como panspermia. Esta variante, en particular, es conocida como litopanspermia, ya que el viaje de un planeta a otro tiene lugar en el interior de una roca. El estudio indica que este fenómeno debería ser muy sencillo entre planetas que tengan una resonancia orbital de 7:6, 6:5, 4:3 y 3:2. Después de un viaje relativamente corto, los planetas pasarían cerca del otro, con tanta frecuencia, que cualquier impacto tendría una buena posibilidad de provocar que cayese material en el otro. Así que si apareciese vida en uno de los mundos, parece sencillo que se extendiese al otro tarde o temprano. Sólo sería cuestión de tiempo.

Este concepto artístico muestra cómo podría verse Kepler-36c desde la superficie de Kepler-36b. Crédito: Harvard-Smithsonian Center for Astrophysics/David Aguilar.

Este concepto artístico muestra cómo podría verse Kepler-36c desde la superficie de Kepler-36b.
Crédito: Harvard-Smithsonian Center for Astrophysics/David Aguilar.

¿La parte negativa? A un viaje así sólo podrían sobrevivir los organismos unicelulares. Los tardígrados (unos diminutos seres invertebrados que resisten a prácticamente cualquier tipo de condición que te puedas imaginar) pueden aguantar incluso a la exposición del vacío del espacio, pero probablemente no superarían el choque del impacto inicial.

Ya sabemos que el paso de vida microbial a inteligente es cualquier cosa menos breve. En la Tierra hicieron falta dos mil millones de años para pasar de microbios a organismos unicelulares, y otros mil millones de años para que apareciese la inteligencia y la capacidad de viajar por el espacio. Teniendo en cuenta esa escala de tiempo, sería una coincidencia increíble que ambos mundos llegasen a desarrollar vida inteligente (y tecnología) en el mismo período de un millón de años. Y eso a pesar de compartir el mismo origen común. En definitiva, es poco probable que de un sólo planeta habitado pudiesen surgir dos civilizaciones independientes…

Civilizaciones gemelas

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Pero, en este caso, tenemos la suerte de no estar restringidos al estudio de este equipo de astrónomos. Podemos ir un poco más allá. Planteémonos una hipótesis diferente (y todavía más improbable). Supongamos que esos dos planetas cercanos desarrollan vida inteligente a la vez, de manera independiente. Sí, la probabilidad de que algo así suceda parece casi cero. Pero el universo es tan sumamente grande que «casi cero» sigue siendo una posibilidad a tener muy en cuenta.

Imaginemos que cada dos, o tres años (según la perspectiva del planeta en el que esté cada civilización), los habitantes de ambos mundos ven pasar a sus congéneres estelares. Desde su prehistoria, seguramente ambas especies tendrían su propia interpretación sobre el paso del planeta contrario. Para algunos sería un mal augurio, para otros una señal de buenos tiempos. Con el paso del tiempo, terminarían descubriendo que el otro planeta está habitado por seres como ellos. Siglos, o milenios después, quizá incluso llegasen a intercambiarse mensajes de radio para establecer contacto con sus misteriosos vecinos.

Recreación artística de una hipotética exoluna

Recreación artística de una hipotética exoluna

¿Qué pasaría a partir de ese momento? ¿Reaccionarían con recelo? ¿Buscarían hermanarse comprendiendo que ambos mundos son extremadamente raros? Nuestro pasado está repleto de buenas y malas acciones al toparnos con nuevas civilizaciones. Es imposible saber si ese comportamiento es inherentemente humano o, por el contrario, sucede habitualmente en las especies inteligentes. Quizá sean como los antiguos conquistadores españoles, y la primera civilización en conseguir viajar al espacio aprovecharía su ventaja tecnológica para intentar arrasar al enemigo. Quizá sean mucho más colaborativos, y en su lugar, dediquen décadas a intentar entenderse y a compartir recursos para poder avanzar en el campo de la ciencia…

Como todo es teórico, cualquier planteamiento es válido, pero la pregunta oculta en esta reflexión no es, ni mucho menos, difícil de comprender. ¿Cómo reaccionaremos cuando la Humanidad se encuentre con una civilización extraterrestre inteligente? Ante la duda, ¿les veremos como amigos o enemigos? Quizá, por el bien de todos, es mejor que la civilización con la que los topemos no sólo sea pacífica, si no que esté armada (nunca mejor dicho) de paciencia…

Referencias: The Conversation