Hace más de medio año escribí un artículo inspirado, en gran parte, por el capítulo de Cosmos que lleva el título de este artículo. En aquella ocasión, hablé del miedo al conocimiento que supuso para los antiguos pitagóricos la noción del dodecaedro y la raíz cuadrada de dos. De cómo decidieron ocultarlos. Hoy, con las reflexiones en mente de ese mismo capítulo, busco otro enfoque.

El don de la curiosidad

El desierto de Kalahari, en Namibia. Crédito: Elmar Thiel

El desierto de Kalahari, en Namibia.
Crédito: Elmar Thiel

Aunque Carl Sagan lo comentaba en el capítulo, quiero rescatar la explicación que dio para comenzar esta entrada. En la Reserva de caza del Kalahari Central, en Botswana, se encuentran las tierras ancestrales de una tribu de la que quizá hayas oído hablar en alguna ocasión: los bosquimanos. Cuentan que, para sus antepasados, la visión de la Vía Láctea en el firmamento (desde su latitud aparecía en el medio del firmamento cada noche) tenía una explicación muy racional. Era el soporte que hacía que las estrellas que veían por la noche no cayesen al suelo. Mantenía, literalmente, el firmamento en su lugar y por ello lo llamaron: el espinazo de la noche.

Para los antiguos griegos, esa banda luminosa difusa que se puede observar en el firmamento, era la leche de la diosa Hera extraída directamente de sus pechos. Para los antiguos romanos era, literalmente, el camino de leche. Todas estas explicaciones tienen algo en común: la curiosidad. Esa curiosidad que nos mueve desde el principio de los tiempos. Desde que nuestro primer ancestro, probablemente a la luz de una hoguera (como imaginaba Sagan) se preguntó qué son esos puntos luminosos que podemos ver cada noche cuando se pone el sol.

Una misión interminable

A lo mejor alguna vez has sentido que eso de la astronomía (o incluso el universo en sí) no va contigo. Que es demasiado grande, demasiado inabarcable, demasiado incomprensible; que te hace sentir insignificante porque no somos más que criaturas perdidas en un diminuto mundo flotante que da vueltas alrededor de una estrella, una de tantos miles de millones de la galaxia; y que nuestra galaxia no es mas que una de miles de millones del universo conocido.

Es fácil dejarse abrumar por esa sensación, pero lo cierto es que somos parte del universo, no sus invitados. Cada uno de nosotros estamos hechos de polvo de estrellas. No es una frase hecha es literal. Todos los elementos (salvo el hidrógeno y el helio) proceden de viejas estrellas que murieron hace mucho tiempo. Algunos proceden de explosiones de supernovas (como es el caso del oro y de la plata). Otros se forman como parte del ciclo evolutivo de las estrellas. Dicho de otro modo, estamos hechos de átomos con miles de millones de años de antigüedad.

Esta imagen es el resultado de un mosaico en el que se ha capturado la Vía Láctea en su recorrido a lo largo del firmamento. Crédito: Bruno Gilli/ESO

Esta imagen es el resultado de un mosaico en el que se ha capturado la Vía Láctea en su recorrido a lo largo del firmamento.
Crédito: Bruno Gilli/ESO

Desde nuestros orígenes hemos construido puentes que nos han permitido ampliar nuestro saber y, poco a poco, vadear ese río del desconocimiento en el que algunos, intencionadamente, han intentado mantenernos para beneficio propio. Ya fuese por fanatismo, por creencias religiosas o por poder; algunos preferían egoístamente que el pueblo ordinario fuese ignorante. Porque la ignorancia es mucho más manejable cuando el conocimiento (y el poder que otorga) está confinado en las manos de unos pocos…

Nuestra misión, como civilización, es la del conocimiento. Es una misión sin fin. A cada giro, a cada descubrimiento, a cada nuevo hallazgo, le suceden nuevas interrogantes y nuevos misterios. Tarde o temprano, si no nos destruimos antes, habremos respondido a las suficientes preguntas para poder entender cómo explorar la galaxia y viajar a mundos que hoy sólo podemos imaginar.

La ciencia es imprescindible en nuestras vidas

En esta imagen, de la Nebulosa del Águila, puedes observar los Pilares de la Creación en el centro. A la izquierda se encuentra la torre. El cúmulo abierto por el que se conoce a Messier 16 se encuentra en línea recta encima de los Pilares de la Creación (siguiendo su dirección). Crédito: T.A.Rector (NRAO/AUI/NSF and NOAO/AURA/NSF) and B.A.Wolpa (NOAO/AURA/NSF)

La espectacular Nebulosa del Águila.
Crédito: T.A.Rector (NRAO/AUI/NSF and NOAO/AURA/NSF) and B.A.Wolpa (NOAO/AURA/NSF)

Es fácil sentarse en el sofá al llegar de un duro día de trabajo y simplemente relajarse viendo un partido de fútbol (yo lo hago, sin ir más lejos), una película, una serie… Aunque no seamos científicos, aunque no trabajemos en ningún campo relacionado con la ciencia (como es mi caso) no debemos dar nuestra espalda a la ciencia. Es parte de nuestra herencia y es nuestra responsabilidad asegurarnos de que al menos tenemos una idea general de qué es lo que nos rodea.

Es la única forma de poner freno a la pseudociencia. Si no impedimos que aquellos que dicen plantear ciencias alternativas se lucren a costa de informaciones falsas o incompletas (como los que aseguran que existen enfermedades tales como la hipersensibilidad electromagnética, a pesar de haberse demostrado una y mil veces que no existe y que no hay ningún caso documentado porque no tiene base científica) o aquellos que difunden bulos sobre la astronomía y una larga lista de tropelías, estaremos tirando por tierra la herencia de nuestros antepasados.

Si no aportamos nuestro grano de arena, no estaremos haciendo nada diferente a los antiguos griegos que decidieron que el conocimiento era algo que debía permanecer en manos de unos pocos. Al hacerlo, renunciamos voluntariamente a ayudar a que nuestro mundo sea un lugar mejor para todos. Renunciamos voluntariamente a esa parcelita de conocimiento que nos otorga nuestro propio poder. Lo dejamos en manos de otros que pueden decidir, egoístamente, que el camino que debe seguir la civilización es uno alejado de la supervivencia de la especie. Necesitamos ahondar en nuestro conocimiento del cosmos, no porque seamos criaturas narcisistas, si no por una simple cuestión de supervivencia.

 El viaje continúa

Si construyésemos una base lunar en órbita, quizá podríamos decantarnos por algo como este diseño: una esfera de Bernal. Crédito: Rick Guidice - NASA Ames Research Center

Si construyésemos una base lunar en órbita, quizá podríamos decantarnos por algo como este diseño: una esfera de Bernal.
Crédito: Rick Guidice – NASA Ames Research Center

Con éste, como decía en la entradilla, son 150 los artículos que he publicado en Astrobitácora desde su creación el 18 de febrero de este año. Lo único que puedo prometer (a los que llegáis a esta pequeña familia y a los que os habéis unido a lo largo del camino) es que seguiremos explorando el universo, fantasearemos con civilizaciones que nunca existieron, en mundos que nunca fueron, para intentar entender el proceso de la vida. Conoceremos planetas que, hace sólo unas décadas, eran meras suposiciones para los científicos, y seguiremos hablando de cómo las antiguas civilizaciones comenzaron a dar sus primeros pasos para ponernos sobre el puente por el que hoy seguimos caminando…

Como dijo una vez Carl Sagan: Si queremos que nuestro planeta sea importante, hay algo que podemos hacer. Hacemos que nuestro mundo sea significativo por la valentía de nuestras preguntas y la profundidad de nuestras respuestas.